Desde el pueblo de La Cabrera se llega al Convento a través de una estrecha carretera que asciende durante dos kilómetros por la ladera de la sierra.
La Sierra de La Cabrera, estribación Este de la Sierra de Guadarrama, es un macizo granítico con numerosos canchos en su cima, en torno a los 1500 metros de altura. Está salpicada de abundante vegetación autóctona, de jaras, enebros, tomillos, robles y encinas, que le dan un aspecto singular. La soledad, el silencio y el volar de los buitres le confieren un aire agreste y misterioso que invita a adentrarse en la intimidad de la madre naturaleza y al encuentro con Dios. No es de extrañar que, desde antiguo, haya sido un lugar sugestivo para la presencia de vida religiosa.
A 1200 metros de altura aparece el Convento envuelto en abundante vegetación y como colgado de la masa granítica. Sus primitivos moradores eligieron bien el lugar, en un recodo abrigado de la sierra, soleado, con abundante agua y excelentes vistas que llegan hasta el valle del Jarama.
Unos metros antes de coronar la carretera, se inicia un camino en rampa, paralelo a la muralla sur del Convento, que termina a poco más de 100 metros, en lo que era antiguamente la entrada principal al recinto, al que se accedía por puerta con arco de medio punto sobre el que asienta un bello escudo franciscano coronado con cruz de granito.
Pero la entrada actual se encuentra al final de la carretera de acceso, en una pequeña explanada adoquinada y jalonada de cipreses.
Traspasada la puerta del Convento, aparece un amplio corredor de unos 50 metros con enlosado de granito, setos ajardinados a ambos lados y algunos cedros, coníferas y arces.
El corredor desemboca en una espaciosa terraza ajardinada, ya con orientación Sur, desde la que se divisa una hermosa vista del cerro de la Cabeza, de pueblos cercanos y de tierras de Guadalajara.
A esta terraza mira la parte más noble de las antiguas construcciones del Convento. Es un edificio de dos plantas, la primera porticada con tres arcos de tipo herreriano. En la parte alta de la fachada, un reloj de sol, autoría de Gervasio Reolid, y, en la parte baja e incrustada en el muro, aparece una estela romana de los siglos I-II, de la que existe un estudio paleográfico realizado en la universidad de Alcalá.
Anexa al edificio anterior está la torre de la iglesia con una parte más baja, del siglo XV y con aspecto de torreón de defensa, y una parte alta, que incluye el campanario rematado en el siglo XVI. La torre se levanta sobre un pequeño espacio cuadrangular sustraído al atrio de entrada de la iglesia, que está a continuación, y a la que se accede por una corta escalinata que termina en la puerta de entrada del templo, con arco de medio punto.
Ya en su interior, la iglesia impresiona por su gran sencillez, y por la rusticidad de columnas y arcos. Su planta es de cruz latina y presenta tres naves y cinco capillas, con una sensación de armonía de todo el conjunto que invita a la oración. Es de estilo románico primitivo, no sin cierto aire visigótico.
La decoración es muy austera, destacando una imagen de San Antonio del siglo XVIII, una de San Francisco de Asís del siglo XVII, una talla de laVirgen en madera del siglo XVI, y dos cuadros: un calvario de la escuela flamenca y una Virgen del siglo XVIII de la escuela española. Saliendo de la iglesia y caminando unos metros hacia la izquierda, nos encontramos ante un paisaje espectacular: los picos y crestas del extremo oeste de la sierra de La Cabrera. Es un roquedal granítico, con abundante vegetación autóctona, incrustado a espaldas del Convento.
Junto a nosotros, la cabecera de la iglesia con sus cinco ábsides escalonados, verdaderamente original en una iglesia tan pequeña.
Y frente a los ábsides comienza la perspectiva de la antigua huerta monástica, toda en bancales escalonados sobre la falda de la montaña, orientada al sur, y con un cierto microclima al estar relativamente protegida de los fríos del norte por la propia sierra. Es un modelo de huerta medieval, con sus terrazas y canales de piedra, albercas para el agua, caminos y escaleras talladas en la misma roca. Su tierra es de buena calidad y fue traída hasta aquí, a lo largo de los siglos, desde lugares más fértiles como ofrenda a los frailes o pago de servicios religiosos. En ella quedan algunos árboles antiguos, castaños, nogales, higueras, de los muchos que en otro tiempo abundaron, y que, según las crónicas, formaban una gran mancha verde en medio de una sierra más bien árida y seca. Sería conveniente su restauración, pues constituye un modelo de huerta medieval, de los que hay muy pocos en la Comunidad de Madrid.
Volviendo nuestra mirada hacia el norte, y casi junto a los ábsides, aparece una arcada de cinco arcos del siglo XV, inicios del Renacimiento, y con capiteles gótico-isabelinos. Arcos que son, seguramente, parte del primitivo claustro.
A escasos 100metros al frente, encontramos un estanque redondo del siglo XVI. Todo de granito, con un diámetro de seis metro por uno de profundidad.A él llega el agua de un manantial que, naciendo en plena sierra, llega hasta aquí por una canalización de piedra, una auténtica obra de ingeniería hidráulica del siglo XV o XVI.
A la derecha de esta alberca se inicia un pequeño paseo con arbolado de castaños y frutales, y hacia la mitad del mismo se encuentra la llamada “fuente de la taza”, del siglo XVII, a la que llega también, a través de una canalización de granito, el agua de otro manantial de extramuros del Convento. Su pileta de piedra tiene forma de taza achatada, y vierte su agua a otra pileta rectangular desde la que el agua es conducida a la huerta. Al final del paseo se divisa una hermosa vista del pueblo de La Cabrera.
Regresando al estanque redondo, junto a él arranca una escalinata de piedra que conduce a la zona más alta del recinto conventual. Allí encontramos los restos de tres eremitorios, probablemente de los siglosXV-XVI, que esperan su restauración. En torno a ellos,más tramos de canales de piedra que conducen el agua hasta las fuentes ya citadas.Desde aquí podemos contemplar una panorámica espectacular del recinto.
Volviendo sobre nuestros pasos, y de nuevo junto al estanque redondo, tomamos camino hacia la izquierda y en pocos metros nos encontramos ante otra escalera de pocos peldaños. Es de piedra con pasamanos a ambos lados, labrados en su parte interna con las conchas de Santiago y en la parte externa con cruces de Calatrava.
Superados los escalones, nos encontramos con una amplia zona ajardinada que corresponde al espacio que ocuparon los claustros del Convento; el primero era del siglo XV y, en su lugar, se construyó otro de doble arcada en el siglo XVII, en torno al cual estaban las celdas de los frailes.
De todo este edificio, y como consecuencia, en parte, de la invasión francesa y, sobre todo, del abandono tras la Desamortización de Mendizábal, solo permanece en pie lo que era el muro de poniente, del siglo XVI y donde se marcan perfectamente las tres plantas que tenía la edificación.
Superados varios peldaños, nos encontramos a nuestra derecha con tres arcos sucesivos, restos de la antigua edificación. De los tres arcos, solo el del centro es original del siglo XV, ya que los laterales fueron restaurandos hace pocos años. Sobre el muro de los mismos se han colocado algunos restos arqueológicos del lugar.
Los arcos se abren a un hermoso y recoleto rincón donde se encuentra una pequeña pileta sobre la misma roca, a la que cae una pequeña cascada de agua procedente de otro manantial de extramuros del Convento. Desde la pileta y en dirección hacia la zona del antiguo claustro, vemos un nuevo tramo de canal de piedra que hay que atravesar siguiendo el recorrido de la visita.
De inmediato, y a nuestra derecha, se encuentra un banco de granito, tipo sofá, de una sola pieza, autoría de don Nicolás Baonza, experto cantero del pueblo vecino de Valdemanco, que lo labró junto a otras piezas artísticas del lugar, a petición del doctor Carlos Jiménez Díaz en las primeras décadas del pasado siglo. Frente al banco, en un ángulo del jardín y sobre el tronco de un árbol seco, una imagen de la virgen de Montserrat, puesta allí por la comunidad franciscana.
Comenzamos ya el último tramo del recorrido descendiendo sobre una larga escalinata de piedra a cuya izquierda está la fachada occidental del Convento, en la que se aprecia el hueco de una primitiva puerta y diversos vanos que evidencian las tres plantas que tenía el monasterio. Hacia la mitad del muro, un nuevo salto de agua, procedente de uno de los manantiales citados, que hace sentir su sonoro murmullo sobre la pileta que recoge sus aguas.
Ya en la parte baja de la escalera, y sobre una pequeña plazoleta, una nueva pileta octogonal de granito, parte de una monumental fuente, algunos de cuyos elementos desparecieron del lugar en una época de abandono del Convento, por los años setenta del siglo pasado. Pocos metros adelante entre canales de piedra, testigos del correr de las aguas y de la paz y silencio del entorno, nos acercamos ya a la salida por la misma puerta por la que iniciamos la visita.